recepcionar y accesar falencias

Recepcionar, accesar,
falencias

 

Hay palabrejas que
se ponen de moda y gente que las acoge de inmediato. Pienso ahora en tres que
me resultan chocantes: “recepcionar”, “accesar” y “falencias”. He oído a
locutores de fútbol diciendo que el jugador tal “recepciona el esférico”, a
usuarios del computador que “accesan a una página de internet” y a montones de
burócratas y funcionarios que hacen la lista de “las falencias de un proyecto”.

El verbo “recepcionar”
debe habérsele ocurrido a alguien como extensión de lo que se hace en una
recepción (de una empresa u oficina): recibir. Pero cuando un jugador recibe la
pelota, uno no debe andar pensando que él tiene un pequeño escritorio en la
cancha donde le hace la recepción a la pelota, donde la “recepciona”

El caso de “accesar”
es un anglicismo por el verbo inglés para acceder, to access; así que es una tontería decir que se “accesa” una página
cuando podemos acceder a ella.

Con “falencia” hay
una confusión mayor. Hasta hace poco yo la entendía como “falla” o “error”, y
me molestaba ver que mucha gente la usaba como “carencia” (o como una palabra
ambigua que lo mismo podría significar falla, carencia, o error). La verdad es
que ya el diccionario me aclaró las dudas. Por su etimología latina “falencia”
viene de
fallens más entis,
ente engañador. De allí que su primer sentido sea 1. f.
Engaño o error”. En Centroamérica se la usa con el sentido de 2.
Quiebra de un comerciante” (En Nicaragua se la usa como parte del lenguaje
jurídico). Por fin, la Academia reconoce como un tercer uso, normal en
Argentina y Perú: “Carencia (‖ falta o privación)”.

Así que no estaban tan equivocados los funcionarios que
hablaban de las “falencias del proyecto”, simplemente copian el uso de los
vecinos del sur. Aunque siempre me queda la duda de si lo que el proyecto tiene
es errores de diseño, carencias de recursos o fallas de ejecución. (Y no falta
el despistado que use falencia como sinónimo de falacia).


Analogía y metáfora

Metáfora: Figura retórica
o tropo que consiste en trasladar el sentido recto de las voces a otro
figurado, en virtud de una comparación tácita; p. ej., Las perlas del rocío. La primavera de la vida. Refrenar las pasiones. || 2. Aplicación
de una palabra o de una expresión a un objeto o a un concepto, al cual no
denota literalmente, con el fin de sugerir una comparación (con otro
objeto o concepto) y facilitar su comprensión; p. ej., el átomo es un sistema solar en miniatura. (DRAE en Microsoft,
Encarta, 2007).

 

Metáfora y analogía en la teoría de la argumentación (*)

 

(En los últimos días los noticieros colombianos han denominado “metáforas”
a algunas expresiones del Presidente Uribe y su ministro de defensa. Aunque el
uso parece válido, autorizado por la Academia de la lengua, creo que la teoría
de la argumentación de Perelman-Olbrechts hace una importante distinción entre
analogía y metáfora. Desde ella se podría decir que las comparaciones sugeridas
por los políticos mencionados son más bien analogías, no metáforas
)

Aristóteles consideraba a todo tropo como una metáfora,
entendiendo a ésta como “una figura que consiste en dar a un objeto un nombre
que conviene a otra”[1].
La transferencia de significado entre la designación metafórica y lo designado
por ella, tiene lugar sobre la base de una relación semántica (libre) de
semejanza, que puede adoptar la forma de “especie a especie” (“Cegar la vida con una espada”), de
“género a especie” (sinécdoque), de “especie a género” (“tengo diez mil cosas por hacer”), o “por
analogía”[2].
Es éste último caso el que le interesa rescatar a Perelman para la Teoría de la
Argumentación, es decir, el caso en el que la metáfora surge de una analogía,
pues para él la metáfora es una analogía condensada, en la que se fusionan el
tema y el foro: “A partir de la analogía “la vejez es a la vida lo que la noche
es al día” (A es a B como C es a D), se derivarán las metáforas: “la vejez del
día” (A de D), “la noche de la vida” (C de B), o “la vejez es una noche” (A es
C)” (I. R. p. 161). El último caso parece una identidad, pero su correcta
comprensión llevará a reconstruir la analogía de la que resulta. Sucede lo mismo
cuando describimos el carácter de una persona diciendo que es un cerdo, un
perro, un zorro, un cordero, etc.

Se hablará de “fusión metafórica” a la asimilación del
dominio del tema al del foro, especialmente con intención poética: “una
exposición brillante”, “nuestra Vietnam”, “la vida es sueño”, o cuando, por ejemplo,
llamamos Judas al amigo que nos
traiciona. A las metáforas cuyo uso repetido ha llevado a olvidar su carácter
metafórico se les llamará metafóricamente metáforas muertas o adormecidas. La traducción
de estas expresiones revelará su carácter metafórico, como en las llamadas catacresis: “el pie de la montaña”, “el
brazo de la silla”, “el pie de la cama”, “el cuello de la botella”, etc. La
eficacia argumentativa de la catacresis se debe a que el auditorio no percibe
su carácter metafórico y tiende a asumirla como una descripción de la
naturaleza de las cosas: usando la catacresis “el encadenamiento de las ideas”,
Descartes argumenta que en la deducción uno no debe saltarse ningún eslabón de
la cadena, pues erraría el desarrollo de la deducción[3].
Pero si se cambia el foro, y se compara el razonamiento con la urdimbre de un
tejido, se puede argumentar que su solidez no depende de cada uno de los
eslabones de una cadena, sino la trama puede resistir a pesar de la rotura de
alguno de sus hilos.

Una misma metáfora puede ser usada de diverso modo por
distintos autores. Es lo que ha sucedido en la historia de la filosofía con la
metáfora del “camino” asociada etimológicamente al concepto de método: para Descartes
se trata de un camino oscuro en el que un hombre sólo se esfuerza por no caer;
para Leibniz se trata de los anchos caminos por los que debe transitar la
humanidad como una tropa; para Hegel se trata de un camino que recorre cada
nueva generación humana siguiendo las huellas de la tradición.

Una técnica interesante en la argumentación consiste en
“desarrollar una metáfora adormecida”. Es lo que hace Bachelard con la
expresión impasse (callejón sin
salida): “En lugar de un callejón sin salida como lo profesa la antigua
psicología, la abstracción es un cruce de avenidas”[4]

Varios autores han insistido en la importancia de las
metáforas para el trabajo intelectual. Para C. S. Pepper[5]
son las metáforas fundamentales las que distinguen las distintas concepciones
del mundo. Según Douglas Berggren: “Todo pensamiento verdaderamente creativo y
no mítico, ya sea en las artes, las ciencias, la religión o la metafísica, es
necesariamente metafórico, de manera invariable e irreductible”[6]
Vale la pena mencionar además las reflexiones sobre la metáfora de Nietzsche,
J. Derrida y Paul Ricoeur[7].
Para Perelman es cierto que “el pensamiento filosófico, que no puede ser
verificado empíricamente, se desarrolla en una argumentación que busca hacer
admitir ciertas analogías y metáforas como elementos centrales de una visión
del mundo” (Perelman: El Imperio Retórico,
p. 166).


[1] Aristóteles, Poética 1457b.
Definición que hoy parece corresponder mejor a la metonimia.

[2] Idem. ver la nota 41, p. 491, de Quintín Racionero a la Retórica
de Aristóteles. Guido Gómez de Silva (Diccionario
Internacional de Literatura y Gramática
, Fondo de Cultura Económica,
México, 1999, p. 592) define la sinécdoque
como una forma de metonimia en la que “se usa un término menos inclusivo por
uno más inclusivo o viceversa. Una sinécdoque puede usar, por ejemplo, una
especia por el género (“pan”, por “alimentación” o “comida”), el género por una
especie (“barco” o “embarcación” por “corbeta”), una parte por el todo
(“brazos”, por “braceros” o “jornaleros”), el todo por una parte, un individuo
por la especie (“un Miguel Ángel”, por “un gran escultor”)…”

[3] Descartes: Reglas para la
dirección del espíritu
, regla VII; cit. I. R. p. 163

[4] G. Bachelard: El racionalismo
aplicado
.

[5] C. S. Pepper, World
Hypotheses
, Berkeley, 1942.

[6]  D. Berggren: “El uso y el abuso de la metáfora”, Review
of Metaphysics
, 1962-1963, vol 17, p.p. 257-8 y 450-72.

[7] P. Ricoeur: La metáfora viva,
París (1975), Buenos Aires (1977)

(*) fragmento de mi manual de introducción a la teoria de la argumentación: Argumentación, teoría y práctica. Edit. Fac. Humanid. Univalle.


Caballero: populismo y demagogia

Pan y Circo

 

Por: ANTONIO CABALLERO (en Soho.com.co)

 

No es que la palabra populismo sea mal entendida, sino que
la quieren utilizar con mala intención. Por eso la usan tanto, a troche y moche,
sin saber bien qué significa o, más bien, sin querer que se sepa bien qué
significa. Es una palabra ambigua, espesa. ¿Polisémica? No, no es eso. Un docto
politólogo escribía en estos días en el periódico que, “admitiendo la polisemia
que caracteriza al hecho populista…”. Y no, no, no es cuestión de polisemia, de
diversidad de significados. La palabra es clarísima y unívoca, y lo ha sido
desde hace dos mil años largos. No es cuestión de lo que signifique la palabra,
sino de lo que es la cosa.

Entonces, ¿cómo es posible que regímenes tan distintos entre
sí como, digamos, el fascismo italiano de Benito Mussolini y el aprismo peruano
de Alan García hayan sido llamados los dos populistas? ¿Y cómo es posible que
los chavistas de Venezuela tachen de populista al presidente colombiano, Álvaro
Uribe, y que a la vez los uribistas colombianos acusen de populista al
presidente venezolano, Hugo Chávez, si uno y otro representan y hacen lo
contrario? Pues por eso mismo: porque el adjetivo “populista” es un insulto (desde
hace dos mil años) cuando debiera ser tomado como un elogio. Pero lo que pasa
es, repito, que lo quieren utilizar. Tanto los de la derecha (digamos, los
uribistas) como los de la izquierda (digamos, los chavistas) quieren confundir
a la gente.

Creo que otro día me va a tocar explicar también lo de
izquierda y derecha. Entre tanto, adelante.

(Aunque lo de “adelante” también…)

Derecha e izquierda —que son términos recientes: datan
apenas de hace doscientos años, de la Revolución francesa: la droite, la gauche; hay incluso una variedad de la izquierda que todavía no
tiene traducción del francés ni siquiera en ruso, que es le gauchisme—, derecha e izquierda por
igual han querido promover la confusión entre la palabra latina populismo (de populus, que en latín quiere decir
pueblo) y la palabra griega demagogia (de demos, que en griego quiere decir
pueblo). Y echar las dos revueltas en el mismo saco semántico, como un lobo y
un cabrito, cuando no son iguales. La demagogia es cosa de palabras, y el
populismo es palabra de cosas. Un demagogo es el gobernante que desde el poder
dice palabras que halagan al pueblo, y un populista, el gobernante que desde el
poder hace cosas favorables al pueblo.

Ahora, ¿qué es el pueblo?

(Y eso de democracia, que junta pueblo y gobierno, ¿qué es?)

Bueno: el pueblo es el único argumento —después de Dios, con
quien a veces se lo equipara— que justifica o legitima la existencia de los
gobernantes. En cuanto a la democracia, hay discrepancias, por supuesto. Pero
voy a citar la definición famosa del más enfático demagogo de los últimos dos
mil quinientos años, el presidente de los Estados Unidos Abraham Lincoln: es el
gobierno “del pueblo, por el pueblo, para el pueblo”.

Palabras, otra vez. Suenan bien. Faltan preposiciones (a,
ante, bajo, cabe, con, contra…), aunque ya con las tres que hay tenemos para
cubrir el espectro desde la derecha hasta la izquierda. ¿Del pueblo? Todos de
acuerdo (salvo en los dos extremos, la ultraderecha de inspiración divina y la
ultraizquierda de pretensión científica. ¿Por el pueblo? Eso asegura la
izquierda. ¿Para el pueblo? Eso dice la derecha. Pero queda faltando una
preposición: con el pueblo. Ese es el populismo, denostado por derecha e
izquierda. Por la izquierda, por insuficiente. Por la derecha, por exagerado.
Es una preposición apenas, pero que implica una práctica.

Poco se ha intentado la práctica del populismo en la historia
del mundo. Y sin embargo ha sido la que mejores resultados prácticos ha dejado
para todo el mundo. Fue la práctica —por poner solo dos grandes ejemplos— de la
llamada Revolución romana de Julio César y del llamado New Deal de Franklin
Roosevelt. De la revolución de César, y a pesar de que se hundió en las guerras
civiles que arruinaron a Roma, quedaron la reforma agraria y la ampliación de
la ciudadanía romana, ya propuestas por otros populistas, los Gracos, y un
sistema de protección social caricaturizado bajo el mote de “pan y circo”. Sí:
pero pan. Y encima, circo. Del New Deal rooseveltiano, y también a pesar de que
fue combatido desde la extrema derecha conservadora y republicana por “un-american”, por antiamericano, quedó
el Welfare State, el Estado del Bienestar. No tanto en los Estados Unidos,
donde ha sido minuciosamente desmantelado y hoy no es más que una nostalgia.
Mucho más en la Europa Occidental, donde echó raíces tan profundas que ni
siquiera la feroz señora Margaret Thatcher consiguió desmontarlo en el Reino
Unido. Y hoy en el mundo entero —salvo en la franja refractaria norteamericana
mencionada— pan y circo (o sea, protección social, educación, salud, empleo y
entretenimiento) es lo que se busca; o, al menos, lo que se dice que se busca.

Si bien se mira (pero ¿por qué se mira mal? Ah, esa es
otra), si bien se mira, lo que hace falta en todas partes es más populismo, y
menos demagogia. Más Roma práctica, y menos Grecia teórica.