… y la Minga continúa!

El indio y nosotros

 

Luis Tejada Cano (El Espectador, “Gotas de tinta”, Bogotá,
16 de agosto de 1923)

 

El caso de este indio exhibido en la sección de animales de
la Exposición Nacional, como un simple ejemplar de la fauna del país, es una
revelación cruda, una expresión sintética y brutal, de la actitud tradicional
adoptada por nuestras clases privilegiadas ante los pueblos indígenas; actitud
heredada de los conquistadores españoles, cuya estúpida obra de exterminio y de
incomprensión colonizadora logró arrancar a Montaigne una bella página
recriminatoria.

Sin embargo, la conducta de los conquistadores podría
encontrar quizá una justificación o al menos una explicación, en le época
violenta y oscura en que les tocó actuar, y en la misma índole personal
característica de ellos, que eran casi siempre soldados profesionales,
reclutados entre las ínfimas clases sociales, de espíritu rudimentario, endurecido
por la guerra y poseído por todas las pasiones inferiores: el fanatismo
religiosa, la ambición de oro y de lujo, la crueldad, la lujuria, el orgullo
pueril de raza y de casta; pero no es justificable ni explicable hoy, cuando
las naciones de una civilización igualitaria y humanitaria, que entonces sólo
vislumbraban algunas pocas mentes escogidas, pueden haberle convertido ya en
patrimonio espiritual de la mayoría de los hombres; cuando el pensamiento, la
idea motriz, como un pequeño ariete incesante, ha trabajado durante cinco
siglos, destruyendo los ominosos prejuicios medievales y tratando de fijar con
exactitud verdadera, la única justa posición de todo hombre en el mundo, como
un ser libre, consciente y ennoblecido, no susceptible de explotación ni de
opresión y acreedor, por el sólo hecho de ser hombre, a la igualdad de medios
de vida, a la posesión equitativa de la tierra, al goce total de la felicidad
posible; cuando se han revaluado esencialmente los conceptos ancestrales
deprimentes, acerca de la mujer, acerca de las razas perseguidas o de las que
han sido llamadas inferiores, acerca del obrero, del proletariado, del
sirviente doméstico, del mendigo, del loco, del criminal, del leproso, de todas
las castas, gremios o núcleos que la incomprensión más cruel y más absurda
había arrojado al margen de la humanidad; cuando se trata, no de exterminar,
empequeñecer y embrutecer, sino de exaltar, educar y engrandecer lo que hay de
espiritual, de divino, de eterno, en todos esos seres infortunados que, por las
condiciones de vida en que han estado siempre, y por la persecución y la
expoliación brutal de que han sido víctimas, no han logrado desenvolver por sí
mismos sus cualidades superiores.

Los feroces sucesores de los conquistadores han logrado
reducir al indio a una situación práctica de esclavitud absoluta, lo han
asimilado a la bestia de carga, a simple instrumento de trabajo, explotándolo
únicamente en el sentido de utilidad material, aprovechando sólo sus energía
mecánica; pero no se ha desarrollado, educado y utilizado su energía anímica,
que, asimilada por nosotros e incorporada a nuestra raza, no nos hubiera
degenerado sino que nos hubiera enriquecido; porque no se ha comprobado todavía
que nuestra famosa civilización cristiana no tenga nada que aprender de la
civilización indígena, de su concepción del universo, de la vida, de la
justicia, de su indomable y fiera resistencia espiritual ante las tentativas de
conquistas; quizá el indio, en las mismas circunstancias y con iguales
facilidades a las que hemos tenido nosotros sobre este suelo que fue suyo,
hubiera desarrollado su civilización en una forma más completa, más pura, más
armoniosa y más noble y hubiera hecho de este país algo más esencialmente
grande y admirable que lo que nosotros hemos logrado en cinco siglos de dominio
estéril; hoy, el último sucesor de Nemequene podría adoptar con justicia las
terribles palabras del apóstol asiático Gandhi: “maldigamos lo único que la
civilización occidental nos ha traído: el cristianismo, la sífilis y el
ejército permanente”.



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